A las 7:30 sale el autobús de la estación en “a-tomar-por-culo-de-donde-estaba-mi-hostel” o al menos esa ha sido mi sensación al caminar por las calles desiertas, tomar el metro, volver a caminar por calles, preguntar, preguntar, y, en el agujero menos esperado, encontrarla.

Camino, camino, camino, camino. Me duelen los pies por el calor y porque estás zapatillas están reventadas ya. Me siento. Tomo un café y tomo un pastel de queso. Veo el tranvía y recuerdo mi billete de 1 día para todos los tranvías.

Al regresar al hostel ya había amanecido, y el cielo estaba azul y mi ropa olía a humo. A las 9, duchado, y con la misma rota oliendo a cigarrillo, desayunaba con Néstor. Hace poco más de una semana estaba tan agotado que apenas podía levantarme de la cama, y ahora, con un simple cambio de escenario, unos días en el campo, y el movimiento del tren, no necesito ni dormir. Ahora entiendo porque le llaman vacaciones.

He paseado un par de horas por la parte este de la ciudad vieja. He encontrado un mercado de segunda mando, bajo unos arcos en una plaza que no creo esté en ninguna guía turística y donde se vendían monedas y billetes viejos.

Ella siempre se veía triste en las fotos de Oporto. Ahora, algunos años más tarde, cuando piso los mismos lugares y recuerdo aquellas viejas imágenes, me doy cuenta de que en todas ellas siempre estaba la tristeza a su lado, cogida de la mano y asomando en sus ojos grises.

He estado varias veces en Santiago: en primavera, en verano, en otoño y en invierno. Con lluvia y con sol, con amigos posando y sin nadie conocido alrededor, y en todas las ocasiones, incluso en esta, he tomado unas fotos de mierda.