Anoche al sentarme por primera vez en la silla baja de la terraza me crujieron todos los huesos. Añado a la lista de actividades del día, junto a comer sano, escribir y hacer algo de música, salir a correr. Subir y bajar cuatro pisos no se considera deporte.

No me gusta la playa. No me gusta el sol. No me gusta el agua. No me gusta la arena. No me gustan las olas. No me gusta ese calor húmedo. No me gusta la gente tumbada, jugando a las palas, bañándose, comiendo bajo las sombrillas o haciendo cualquiera de las cosas que se acostumbran a hacer en la playa. No me gusta la playa y punto.

Al llegar a la estación de Blanes tengo que tomar un bus hacia la Plaza Catalunya. Nunca antes he estado en Blanes. Dejo a un lado unas fábricas, cruzo una avenida con rotondas y paso una zona de supermercados. Luego el bus desciende unas calles estrechas y, por fin después de 15 minutos de trayecto, llego a mi parada. Lucas está esperándome.

Desperté de una siesta en el sofá después de casi una hora durmiendo. Los almohadones ya tenían la forma de mi cuerpo y, aunque el espacio me quedaba corto, había encontrado la manera de encajar las piernas entre las maderas del reposabrazos. Era lunes 25 de junio del 2018 y llevaba una semana viviendo con Lucas Masciano en su apartamento de Blanes.