Son las 9 de la mañana y estoy sentado en un café de una calle cualquiera de Palermo, Sicilia. Voy sin prisa camino del hostel. He llegado en bus desde el aeropuerto. Al dejar la carretera y entrar en la ciudad, el paisaje se ha llenado de edificios altos de ciudad dormitorio. De vez en cuando, el accidente de una mansión entre bloques de apartamentos.
Sueño despierto y me dejo llevar por algún relato. Imagino una situación: una señora de unos cincuenta años con el pelo blanco y vestida hippie, se fuma un porro en la terraza de su casa, llena de flores, y la hija, de unos veinte, lee un libro con los pies descalzos sobre la silla.
He bajado a tirar la basura y he mirado si había alguna carta. Como siempre, no había nada. Ni publicidad ni facturas. En el buzón solo está escrito mi piso y mi puerta, pero no indica mi nombre.
Los únicos vídeos que me llegan por Whatsapp y que sigo viendo son los de los negros bailando con ataúdes. El resto: los de las recetas de pan y pasteles; los de ejercicios para entrenar dentro de casa mientras dure la cuarentena; los de discursos recargados de miel y positivismo de desconocidos que me quieren explicar que todo esto es buenísimo para la tierra y para el alma; todos esos vídeos, todos, los lanzo directamente a la basura.