Allí estábamos Carlos y yo: en una calle desconocida, de una ciudad nueva, en una hora imposible esperando a algunos amigos que no conocíamos del todo. La aventura no era vivir por primera vez fuera de casa de nuestros padres, ni de hacerlo en unas calles que no eran las nuestras. La gracia no era que por primera vez nos podríamos mantener por nuestros propios medios. Ni que habíamos elegido, por primera vez también, los productos que meter dentro de la nevera. Ni el orden en que lo hacíamos. Nadie nos había explicado nunca la rebeldía de comprar sin respetar el orden de los pasillos, ni la anarquía de unos zapatos ajenos mezclados con tu ropa.
Nunca antes, ni posiblemente después, me sentí tan libre como en aquel momento, en el que Carlos y yo, apoyados en la acera de una calle desconocida, respirando los gases de otra ciudad con mar que no era el mar que nos había enseñado a respirar, a una hora sin el número al que apuntaba la manilla corta del reloj, esperando a unos amigos que aún estábamos por conocer. La libertad, la verdadera y casi imposible necesidad de sentirse libre, fue el descubrir que no había absolutamente nadie que supiera que nos habíamos ido de casa. Y que nadie nos esperaba al regresar.
La mayor de las libertades que nunca tuve y que tendré, fue saber que nadie me echaba de menos.
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