Jueves 2 de agosto del 2018. Palermo
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Son las 9 de la mañana y estoy sentado en un café de una calle cualquiera de Palermo, Sicilia. Voy sin prisa camino del hostel. He llegado en bus desde el aeropuerto. Al dejar la carretera y entrar en la ciudad, el paisaje se ha llenado de edificios altos de ciudad dormitorio. De vez en cuando, el accidente de una mansión entre bloques de apartamentos.
No es mi primera visita a la ciudad, pero sí la primera vez que lo hago sin la compañía de mis amigos sicilianos y me parece nueva. Tengo todo el tiempo necesario para dejarme llevar por ella y descubrirla sin la guía de Rita y Paolo. En este momento, mientras me como el corneto mojado en el cafe latte -quería pedirlo en italiano y me ha salido un “cafe au lait, bite”-, los recuerdos de mi anterior y única visita siguen dormidos. Son solo un borrón que espero ir aclarando mientras siga caminando. Desenredar la madeja de hilos de diferentes colores y tamaños, una caja desordenada de fotografías en mi cabeza.
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Natalia (o Yolanda, no me quedó claro) es de Valencia. Hemos coincidido en la parada de autobús del aeropuerto. Me pregunta si quiero compartir un taxi hasta la ciudad y le digo que prefiero los autobuses de línea y que la llegada sea más lenta, menos eficiente. Al llegar el bus, sube conmigo. Va a pasar dos o tres días por Palermo y luego va a ir a las Islas Eolias. Yo le cuento que voy a un cumpleaños. Al llegar a la última parada, en la Estación Central, nos despedimos. Quizás nos encontremos más tarde por las calles, le digo.
A diferencia de los primeros viajes en solitario en los que me apetecía conocer gente y compartir caminos, ahora prefiero estar solo, caminar tomando fotos y escribiendo. Siento que estoy siempre rodeado de gente y me apetece estar callado y no oír mi voz. Por un rato.
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En el hostel, después de completar el check-in y de guardar mi mochila en el cuarto de las mochilas, entro en el salón-comedor a tomar el segundo café del día. El resto de los huéspedes sonríen y saludan y yo les respondo con otra sonrisa y otro saludo. Una chica y un chico hablan algo parecido al holandés. Otros lo hacen en inglés. Planifican el día, los lugares que van a visitar e intercambiar recomendaciones. Todos parecen viajar solos. Escucho lo que dicen y memorizo algunos nombres, sin preguntar, para hacerme como que ya lo sé todo, aunque acabe de aterrizar.
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Daniel. Salimos al mismo tiempo del edificio. Carga en la espalda una funda de guitarra y arrastra un amplificador en un carrito. Me cuenta que nació en Gales y vivió en Australia hasta que se convirtió en un “ciudadano del mundo con una guitarra a cuestas”. Su primera parada, hace más de 15 años, cuando empezó su viaje, fue en Barcelona. Dice que justo la ciudad estaba empezando a cambiar por la llegada de la nueva política. Sigue recordando una Barcelona bohemia e interesante. Luego se fue al Caribe, cuando empezó la crisis.
Quiero ir a la plaza de Quattro Canti y caminamos juntos por la Via Vittoro Emanuele. Luego él toma por Via Roma en busca de una plaza donde quedarse y tocar. Nos separamos y le digo que le buscaré de oído.
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Camino feliz sin mucha prisa. Voy siguiendo un camino cualquiera que me va conectando con los palacios, plazas y museos. Salgo por la Porta Nova y el paisaje cambia un poco, se vuelve más ruidoso y sucio. Las casas son más modernas, aunque aparecen de pronto edificios monumentales como el Albergue de los Pobres o el Castillo della Cuba. Llego al Convento de los Cappuccini y al entrar por al puerta que baja a las catacumbas donde están las momias me doy cuenta que ya lo había estado aquí con los chicos en mi primer viaje a la isla. Reviso los cadáveres que me parecen enanos. No sé si se baja estatura al fosilizarse. Los cráneos son diminutos y me pregunto si el mío será así de pequeño o si será tan grande como mi cabeza. Algunos conservan parte de la piel y el pelo y los bigotes. Algunos están rellenos de paja. La ropa es gris o negra. Si alguna vez hubo un color se descompuso y quedó solo la tela blanquecina.
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Llego al Teatro Massimo, el de la ópera final de “El Padrino III”. Escucho una guitarra y descubro a Daniel tocando frente a la escalinata a la sombra de un árbol. Al acercarme me lanza un gesto de reconocimiento con la cabeza y le respondo con el mismo movimiento y una sonrisa de labios cerrados. Versiona a Dire Straits con aire de Jazz, Rumba y Blues.
Pantalón negro, camisa de lino azul oscuro arremangada, zapatos de cuero. Sombrero panamá blanco de ala ancha con la cinta de color negro y una coleta de pelo blanco en la parte de atrás. Barcelona, Australia y Caribe. Ciudadano del mundo.
7
He parado en un café-gelateria-bocateria-cocktelería cerca del teatro para escribir un poco y descansar. Como un bocadillo y bebo una Coca-Cola. Me he sentado en una mesa alta cerca de la entrada para no perderme lo de fuera. No pasa nada importante. Una chica con blusa de color hueso y pantalón de tela negra toma un Spritz y unas patatas chips. Se encuentra con una amiga que arrastra una maleta, se abrazan. Nada más sucede.
8
Calles estrechas, balcones que se dan la mano. Vasos y botellas de plástico, restos de comida fuera de las papeleras. Una paloma muerta en una glorieta de flores. Gatos negros. Perros no, no sobrevivieron a la ausencia del ser humano después del Apocalipsis, se los comieron el resto de los animales, incapaces de defenderse, inútiles por el mimo de las viejas que les pusieron ropa para no tener frío en el invierno, les dieron besitos en la boca y le apartaron los pelos de los ojos con una coleta, los mimaron y mal criaron hasta perder toda naturaleza perruna y ser como personitas. Hay baldosas levantadas para poder tropezar al caminar. Lavadoras abandonadas debajo de una ventana y sofás viejos y colchones amontonaos en los contenedores. Fachadas de edificios sin nada dentro, una cáscara vacía. Hay balcones sin pisos al que entrar y puertas tapiadas. Hay motos eléctricas conducidas por niños de 10 o 12 años. Hay bares que se llaman “DRUNKS” y “ALCOHOLYCS”, bordillos rotos, señales oxidadas, laberintos, callejones sin asfalto y olor a orina. Hay una montaña y todo termina en el mar. Hay niños jugando a la pelota y adultos quemando hachís. Hay puertas abiertas que enseñan comedores con mesas de plástico repletas de platos y televisores encendidos en clavados en lo alto. Hay ropa de bebé tendida y sábanas a la sombra. Hay aires acondicionados que gotean sudor. Siguen sin aparecer los perros, devorados por los lobos cuando el Apocalipsis, por lentos y por torpes, por malcriados, y los gatos negros siguen mirando de reojo desde las ruinas de algún palacio o torre o iglesia, sabiéndose supervivientes de cualquier destrucción. Y una boda y unos viejos jugando a cartas en sillas de color rojo con la marca Coca-Cola o Peroni. Hay un barrio africano donde suena salsa y en las paredes hay grafitis de rastafaris y banderas de Jamaica. Y encuentro más bodas con chicas hermosas sin maquillaje, morenas de sol, y los chicos hermosos de pelo recién cortado, con la barba dibujada con tiralíneas y el traje ajustado. Y vestidos verdes y amarillos y azul-mar y violeta. Y zapatos con tacón de aguja y niños. Muchos niños por todas partes.
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Chips “San Carlo”. Arancini di Riso, Gelato al Pistacchio, Briox.
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Una señora ofrece una patata con sabor a tomate a su perro, que la olisquea y mueve la cola, y luego aparta el morro y se tumba sin pegarle ni un solo mordisco. Quizás cuando el Apocalipsis llegue y termine con todos los suyos él tendrá una oportunidad de sobrevivir a los lobos que se los comerán cuando ya no queden ciervos.
Patatas con sabores, la autodestrucción del ser humano. Bomba química y desaparezcamos sin dejar ni rastro. Tuvimos una oportunidad y solo se nos ocurrió inventar las patatas con sabores. Nos lo merecemos. Extinguirnos. Si existiera alguno de los dioses que las empresas religiosas ofrecen en su catálogo de servicios, si existiera alguno de esos dioses todopoderosos, ya hubiera enviado 10 plagas y 10 inundaciones, la tierra se hubiera abierto y expulsado la lava, llenado el cielo de tanta ceniza que no pudiera pasar ni un solo rayo de sol para que muriera todo lo vivo y empezar de nuevo, a ver si hay más suerte esta vez.
Patatas con sabores que ni los perros quieren lamer. No nos queda otra que reconocer que ya es tarde para la humanidad.
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Son las 8 de la tarde, pero aún no se ha hecho de noche. Descanso en el salón-comedor del hostel después de una ducha. La luz entra por el balcón que da a la calle y que tiene las puertas abiertas. Hablo con un tipo de Londres que sale a pasear y a cenar con otro británico y con una australiana con rasgos asiáticos. Me invitan a acompañarles, pero prefiero quedarme un rato más a escribir y luego investigar las calles cerca del puerto donde, al pasar esta tarde, vi a lo lejos a unos viejos jugando a las cartas.
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Donde los viejos jugaban a las cartas son restaurantes de pescado con el producto a la vista conservado en el hielo de los mostradores, y camareros ofreciendo mesa al pasar por su lado. El ambiente es de familias de turistas norteuropeos disfrazados de exploradores y de hombres mayores y elegantes con señoras de pelo rosa con vestidos de verano.
Regreso a la zona de mi hostel y me meto en el bullicio de la plaza del mercado, donde me encuentro al grupo multiculti del salón-comedor. La australiana se llama Emily y menciona algo sobre Hong Kong, así que debe de ser de origen chino. Se dedica a la publicidad y parece una persona hecha a una escala en miniatura o una muñeca grande. El de Londres, tan alto como yo, se llama Dorian y está a punto de empezar a trabajar de abogado del estado. El tercero, con bigotito, andrógino o extremadamente moderno, se llama Tim y nació en Canadá, vivió en Australia y tiene un pasaporte Británico. Un montón de información que en cinco minutos voy a olvidar.
Bebemos cerveza y comemos pescado y calamares de los que se fríen en las parrillas y sirven en platos de plástico con un pan redondo.
Llega un tipo muy moreno con una mobilette y un reproductor de MP3 conectado a unos altavoces gigantes. Se detiene entre las mesas donde estamos sentados y nos regala una sesión de grandes temazos regetoneros, seguido de varios éxitos de ayer, de hoy y de siempre. Luego pasa la gorra.
Chicas jóvenes con niños pequeños, de no más de dos años, pasan pidiendo dinero y tabaco. Un vendedor ambulante ofrece abanicos y juguetes de luces parpadeantes. Pasa un coche viejo con las lunas traseras oscuras y las ventanas delanteras bajadas, codos fuera, y el chumba chumba retumbando contra las paredes de los edificios.
Desde la misma plaza tomamos una de las calles y llegamos a la taberna Azzurro, donde uno de los chicos saca bebidas para todos y las bebemos en la calle, que está a rebosar de gente. Hay un altavoz y todas las tabernas lo comparten. Una pista de baile improvisada en la calle. Se mezclan palermitanos, italianos en general y turistas como nosotros.
Voy a buscar una segunda ronda y al salir me encuentro con el metro ochenta de Dorian doblado para poder alcanzar la boca de Australia-Hong Kong, a su metro cuarenta. Espero que respiren un poco para dejarles las bebidas y me alejo discretamente. Mi mirada choca con los ojos de una chica que me sonríe y a la que sonrío. Es de Madrid. Marta. Viaja con una amiga y van acompañadas de un personaje local que han conocido por la calle. Tim, el británico-canadiense-australiano ha desaparecido. Al poco también lo hacen Emily y Londres. Yo me quedo con mis nuevos amigos y seguimos bebiendo cerveza y bailando hasta caerme muerto en mi habitación compartida cerca de las dos de la madrugada.
Mañana voy a pagarlo.
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